casa del futuro - Alison y Peter Smithson
En el Aire
Felipe Camus D.
Este verano me vi involucrado por primera vez en un proyecto de arquitectura de una cierta envergadura -como esos que salen en las revistas -. Para ubicarlos en el estado mental (estrés) adecuado, estaba en juego el capital de una familia joven, con hijos, lo suficientemente normal como para no tener que describirla.
Una situación que en estos días no deja de ser envidiable. Todos alguna vez nos hemos preguntado, con una simpática cuota de inocencia, cómo será nuestra primera casa. Lo que nunca nos cuestionamos es cómo será nuestro primer cliente.
En los años que llevo estudiando arquitectura, el cliente siempre fue un agente sin importancia. Los profesores son los encargados de aprobar o rechazar cualquier tipo de operación proyectual basándose en la lógica y el buen gusto, en mayor o menor grado, lo que a mi juicio está bien.
Discutimos la arquitectura entre arquitectos. Y nos entendemos.
Pero ¿qué pasa cuando el cliente es real, lo que está en juego es su plata y, para qué andar con rodeos, la arquitectura no es algo que le quite el sueño?
Lo que pasa es que te estrellas. Y eso que queda indemne, de pie frente a ti, es la realidad. Una realidad donde la gente común no sabe cuál es la diferencia entre un arquitecto y un constructor civil.
Porque a las personas comunes no les interesan los hechos arquitectónicos. Y no es apropiado hablar ni de Heidegger ni de Wittgenstein para contrarrestar este desinterés. La tontera estética entra en juego y entonces tienes dos caminos: o aceptas la derrota y haces algo que va contra tus principios, o tratas de hacer entender al cliente que la tontera estética no es arquitectura, y por ende, no es tu pega. Sin embargo esta decisión no es inocente, por cuanto puede costarte el proyecto.
El camino fácil en arquitectura es obvio: entregar tu lápiz. Que el cliente te haga un mono y tú lo transformas en proyecto. Invoquemos aquel hotel del sur de Chile con forma de volcán, por ejemplo.
Si te decides por el camino difícil, tienes que tener en cuenta que como arquitecto de una de las mejores escuelas del mundo, no tienes ningún elemento de peso para discutir frente a frente con el cliente. Nosotros no tenemos la bomba H -así se hace en Harvard-. Por el momento, ni siquiera tenemos el título de arquitecto. No nos apoyan ni las matemáticas complejas ni los análisis de mercado. Lo único que tenemos es lo que la escuela nos da de un modo indirecto: el poder del discurso.
Es inevitable sentirse en el aire.
Porque nuestro deber es hacer buena arquitectura, a pesar del cliente. Salvar la diferencia lógica entre su ideal de proyecto y la respuesta sabia del arquitecto, utilizando herramientas que no tienen que ver necesariamente con arquitectura. Plazos, costos, resquicios legales o incluso omitiendo detalles para evitar nuevos desencuentros.
Por mi parte, tras una reunión de urgencia y poco más de 3 horas de debate, y apelando a todo menos a la arquitectura, saqué a flote un proyecto que estuvo a pasos de convertirse en algo que no necesita descripción.
Tuve suerte
Felipe Camus D.
Estudiante de Arquitectura Pontificia Universidad Católica
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